El Adelantado de Segovia 30 septiembre de 2019.
Carlos Arnanz Ruiz (*)
Las imágenes que recientemente nos han ofrecido los telediarios con ocasión de las lluvias torrenciales caídas en el sureste de España, me inducen a escribir estas líneas que tratan de relatar el paralelismo entre estos sucesos y otros acontecidos hace 62 años.
El 14 de octubre de 1957, cien litros de agua por metro cuadrado anegaron toda la cuenca del río Turia que terminó por inundar la capital valenciana con sus aguas desbocadas. Dar cifras no conduce a nada, si acaso, las 81 víctimas mortales que la riada se llevó por delante. España entera se volcó en la ayuda y un servidor fue enviado como telegrafista comisionado, un día después, para reforzar los deteriorados servicios telegráficos.
En la estación madrileña de Atocha me junté con otros diez o doce compañeros con los que hice el viaje en un tren nocturno. Éramos todos muy jóvenes, con la oposición recién aprobada. Después supe que fuimos unos 50, prácticamente uno por provincia.
Ya amanecido, llegamos a Alcira, donde el convoy tuvo que detenerse por haber desaparecido las vías. Como llevábamos muchas horas fuera de casa y aun teníamos que esperar a que un autobús nos llevara a Valencia, aprovechamos el tiempo para acercarnos a la oficina de Telégrafos de Alcira y poner a nuestras familias una “Nota”: telegrama de coste reducido para funcionarios de la “casa”.
Cuando el jefe de la estación comprobó mis datos, me dijo que era segoviano y que conocía a mi padre que también fue telegrafista. Charlamos brevemente y se me ofreció para lo que fuera necesario. Volvimos al lugar de donde debería salir el autobús y al cabo de unos instantes, proseguimos el viaje a Valencia.
El panorama, desde la carretera, era desolador y recuerdo la imagen de las vías del tren como si fueran una valla, volteadas por el agua. Todos los viajeros que íbamos en el bus, unos cuarenta, éramos personal de apoyo para reforzar los quebrados servicios oficiales de la provincia. Debimos de ser de los primeros en llegar.
Una vez en Valencia, nos dedicamos a buscar alojamiento. Y no sé cómo fuimos a parar a una pensión llamada Ruzafa, detrás del edificio de Telégrafos, en la Plaza de España. Este establecimiento hotelero era muy popular en la ciudad por ser hospedaje habitual de las compañías de teatro y variedades que acudían a la capital. Por esta razón, las puertas de las habitaciones estaban llenas de agujeros por los que los mirones pretendían ver a las artistas. Aquellos agujeros estaban, a la sazón, taponados pero nos contaron que la plastilina con que se tapaban era de quita y pon.
Formamos un grupo de cuatro huéspedes para las cuatro camas de una habitación muy amplia. Y una vez instalados, acudimos a presentarnos al Jefe de la sala de aparatos de la central telegráfica valenciana. Las líneas tanto telegráficas como telefónicas estaban averiadas. Y los primeros arreglos fueron para los servicios de emergencia. Por lo tanto comenzamos a trabajar sin hilos y los telegramas, en grandes cantidades, porque todo el mundo quería enviar y recibir noticias, los manipulábamos “en local“ y se cursaban por avión desde el cercano aeropuerto de Manises al de Barajas, en Madrid y al del Prat, en Barcelona.
Hacíamos jornadas de 16 horas y ocho para descansar. No obstante empleamos parte de este tiempo de descanso para ver la ciudad y valorar por nosotros mismos la magnitud de un desastre que, en un principio, solo conocíamos por lo que nos contaban los compañeros y poco más. Cuando fuimos estableciendo contacto con la realidad nos dimos cuenta de que todo lo que se decía era poco al contemplar en directo la catástrofe de una ciudad sumergida. El río Turia se había tragado literalmente los barrios bajos y anegaba el centro.
Vi el campo de futbol de Mestalla como si fuera una gran piscina. Montañas de barro eran retiradas por maquinaria pesada. La desolación se extendía por doquier. Hubo mucha solidaridad. Bastantes de nuestros compañeros telegrafistas fueron damnificados, padeciendo grandes pérdidas, incluso de familiares.
Las sirenas de las ambulancias se escuchaban de día y de noche. Los hospitales no daban abasto. Se especuló con la rotura de la presa de Tous. Era cosa digna de ver como las ventanas de los sótanos de los edificios públicos, como el de Telégrafos, chupaban cuanto arrastraba la corriente y quedaba retenido por los barrotes. No obstante el agua invadió los archivos y los almacenes del material, dejándo todo inservible.
Tuve ocasión de ver una sala de baile, ubicada en los bajos de un edificio céntrico, destrozada por la humedad. Acababa de ser rehabilitada con vistas a la nueva temporada. Y en medio de tanta desgracia, entonces en blanco y negro, nuestra juventud ponía su nota de color entre “guardía” y “guardía” e, incluso, dentro de ellas.
Un día, al salir de servicio, notamos que alguien había corrido las camas de nuestra habitación y había metido otra. Cosa que se repitió varias veces. Y aun hubo quien quiso traer su colchón y ponerle en el suelo. Se decía que nuestro dormitorio era muy divertido.
Durante una de estas “guardias” el jefe de personal de la Dirección General de Telégrafos en Madrid puso su mano en mi hombro cuando “pegaba” mensajes oficiales urgentes y me dijo: ”Puedes avisar a tus compañeros de que el Director General me acaba de comunicar que se ha subido la dieta de 60 pesetas a 90 para que podáis hacer frente a los gastos”. Y es que por aquel entonces la dieta era inferior a los costes, no de hotel, sino de una modesta pensión. Pero esta subida no sería definitiva y solo tendría vigencia durante el tiempo que durase la comisión. De todas formas nos alegramos mucho.
Cuando la situación fue normalizándose, me encontré cierta tarde a una chica valenciana que veraneaba en Segovia. Había paseado varias veces con ella en el verano anterior por el Salón. Entonces el paseo se celebraba, de acá para allá y de allá para acá, en verano, por El Salón, junto a los edificios y en invierno por la acera del Ayuntamiento.
Esta muchacha se brindó gentilmente a enseñarme lo más significativo de la ciudad. Todo estaba cerrado y solo permanecía abierta la catedral. A la puerta se estaba celebrando una sesión del “Tribunal de las Aguas”, nos colocamos en primera línea para ver mejor y al instante, el moderador se dirigió a mí y me dijo: -“Parle vosté”. Le contesté que yo no parlaba nada, que era forastero y que simplemente contemplaba la asamblea.
Al cabo de un rato pasamos al interior de la catedral donde realizamos una visita rápida. Luego subimos al Miguelete desde el que el paisaje era aun más dantesco. Ensimismados en el mismo noté que, de pronto, mi “cicerona” me daba un beso. Aquello me dejó perplejo porque en aquella época el que una chica te diera un beso sin haberte acreditado como novio formal y con el título de ingeniero de canales, caminos y puertos bajo el brazo, era algo impensable. Debió de ser que aquel espantoso panorama la ofuscó.
Al cabo de un rato bajamos de la torre y al salir ya se había disuelto el “Tribunal de las aguas”. Nos despedimos porque yo tenía que reintegrarme al trabajo y no nos volvimos a ver más ya que entonces no se habían inventado los móviles, los telegramas, dadas las circunstancias, tardaban en llegar, mis turnos eran largos y cambiantes y ni siquiera en los veranos siguientes apareció por Segovia.
A los pocos días y después de quince de comisión me dieron el cese y regresé a Segovia con una carga de tristeza difícil de olvidar. Cuando, pasado el tiempo, veo imágenes de inundaciones, los recuerdos se avivan, incluso con sonidos y olores.
Las reiteradas inundaciones de la ciudad de Valencia terminaron con la construcción del llamado Plan Sur que consistió en desviar las aguas del rio Turia desde Quart de Poblet hasta al norte de Pinedo. Dicho de otro modo: dejando a la ciudad por encima del río y dando al nuevo cauce amplitud suficiente. El 22 de julio de 1958 se aprobaron las obras y el 22 de diciembre del 1969 las inauguró oficialmente el entonces jefe del Estado Francisco Franco. El antiguo cauce del río Turia es hoy un parque urbano de 110 Ha. llamado Jardín del Turia.
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(*) Académico Honorario de San Quirce.
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