Jesús Fuentetaja
El Adelantado de Segovia -23 junio, 2020
Conocemos el significado de la primera acepción del título de este artículo, pero ¿qué demonios son las segundas? Confieso que he procurado ilustrarme antes de escribir esto que les voy a contar. Al parecer, desde un punto de vista religioso, las témporas serían los breves ciclos de la liturgia dedicados principalmente a la penitencia, al final y al inicio de las nuevas estaciones. Por extensión se les ha atribuido alguna capacidad para predecir el tiempo meteorológico, al igual que ocurre con las populares Cabañuelas. Sin embargo cuando aparecen relacionadas con esa parte de la anatomía humana que he tenido la osadía de nombrar, no solo significan tiempo, sino también sienes, siendo esta la razón por la que se conocen como temporales los dos huesos ubicados a ambos lados de la cabeza. Confundir aquel con estas, puede tener dos significados donde el peor de ellos no es que se piense con el primero, sino que se complete el intercambio de funciones y se pueda llegar a evacuar por las segundas.
Personalmente creo aplicable este dicho popular en algunas de las novísimas incorporaciones lingüísticas que llevamos un tiempo padeciendo, especialmente las utilizadas con carácter excluyente más que inclusivo, con las que se pretenden marcar diferencias en esta cruzada de géneros en que se ha transformado el feminismo militante más radical, convertido en uno de los principales banderines de enganche de las actuales ideologías progresistas. Con maquiavélicas intenciones y otorgando más importancia al fin del mensaje que al academicismo de los medios de expresión utilizados, son escogidos aquellos términos que aporten mayor rotundidad expresiva a las intenciones finales que se persiguen, sin importar que no se respeten las normas gramaticales, o que etimológicamente no tenga nada que ver con el significado que se pretende realzar.
Hablando de utilización del lenguaje, me viene ahora a la memoria, la anécdota que se contaba de una discusión surgida en la reunión de un Consejo de Ministros de la época preconstitucional, en la que el dinámico titular de la cosa deportiva, pretendía ampliar las horas lectivas en el bachillerato dedicadas a la actividad física, en detrimento de la asignatura de latín, porque ¿para qué sirve el latín?, se preguntaba. La respuesta la obtuvo del ministro de Educación y puede que por aquel entonces también de Ciencia: “Para que los nacidos como usted en Cabra (Córdoba), se les pueda llamar egabrenses en lugar de c…”.
El conocimiento básico del latín puede evitarnos el riesgo de cometer más de una aberración lingüística, aunque ello poco importe, imbuidos como estamos en la cultura de la inmediatez política que se nos intenta imponer. Hace unos días, en un medio tan poco sospechoso como es el diario “El País”, Alex Grijelmo, periodista de esa casa y autor de una original gramática descomplicada de gran aceptación popular, sacaba los colores lingüísticos a la señora ministra de Igualdad por reivindicar y hacer suya la utilización del término monomaternal en sustitución de monoparental, para referirse a las familias con un solo progenitor o progenitora. Con finísimo sentido del humor venía a recordar a la ministra que monoparental no procede de padre sino de pariente, más en concreto de parens, parentis, participio de presente del verbo latino pario, peperi, partum, que significa parir, dar a luz, cualidad ésta que la naturaleza impide que pueda ser ejercida por ningún varón. Este es un claro ejemplo de confusión anatómica a la que antes quería referirme. Por supuesto la utilización de esa palabreja ya ha sido impuesta en todos los ámbitos coincidentes con la ideología de la titular de Igualdad, que como igual da que da lo mismo, ha sido recogida en un catálogo de buenos usos del denominado lenguaje inclusivo recientemente editado por el Ayuntamiento de Segovia.
Hablando ya en serio y como no puede ser de otra forma, estamos completamente de acuerdo con todo aquello que lleve a las sociedades actuales a la plena igualdad de derechos y obligaciones entre el hombre y la mujer, sin que pueda haber discriminación alguna por razón de sexo, tal y como se recoge en el artículo 14 de nuestra Constitución y repudiamos cualquier reminiscencia machista que aun persista entre nosotros. Pero esta ceremonia de la confusión en el lenguaje procedente de los sectores más radicales del feminismo, produce perplejidad y hasta a veces hilaridad, entre las personas sensatas que huyen de la confrontación entre géneros en la forma en que está planteada. Primero se arremetió contra las vocales a las que generalmente se las atribuyen la condición masculina y ahora, como muy bien destaca el periodista de “El País” la ha tocado el turno a la letra “P”, ya demonizada y sustituida por la “M”, a la que se quiere convertir en un nuevo signo de intolerancia. Pues bien, en este caso y si van a continuar poniéndose tan pesados o pesadas con su peculiar adaptación del lenguaje a la carta de sus intereses, mejor es que se vayan cuanto antes a utilizar esta última letra en todas sus acepciones, incluida, claro está, la fisiológica.